miércoles, 20 de mayo de 2015

Noches que no expiran

Dicen que con el tiempo las cosas se facilitan: el dolor y la pérdida son más llevaderos, el vacío interno mucho menos profundo, la monotonía diaria se hace lugar en nuestros pensamientos ya incoherentes a nuestros propios oídos y los recuerdos intensos de aquellas sensaciones vividas que solían atormentarnos cada noche se desvanecen poco a poco contra el techo de una habitación oscura.
Y entonces, mientras se escucha el golpeteo del agua contra las ventanas polvorientas en su sincronía habitual, me doy cuenta de que el tiempo no es capaz de curar mis heridas a su paso y que la lluvia tampoco logra limpiar las paredes sucias en lo más profundo de mi pecho y arrastrar consigo el ardor de la memoria. Lo que es más: podrían pasar años y seguiría sintiéndome de la misma manera absurda al verte a los ojos enrojecidos por el llanto, lo que da mucho que desear de mi dignidad. Porque tu voz débil quiebra mis fuerzas y tu boca, atrapada firme en una línea tensa, me hace querer levantar las comisuras de tus labios valiéndome sólo de mis besos inexpertos y mis ganas de oírte reír.
Pero luego, observo detenidamente mi reflejo en tus lágrimas y me veo a mi misma llorando a la par porque sufrimos de un mismo mal: el de amar tanto a otros, que quizás no nos correspondan con la misma intensidad. ¿De qué vale entonces haber amado con tal fervor si nos quedamos idiotizados en la frustración de nos ser amados de igual manera? Y es en éste punto, cuando todo parece perdido, gris y nublado por la impotencia de no poder cambiar las circunstancias o poder pero ser inexplicablemente cobardes, miedosos de que cada paso en falso pueda desterrarnos a la temible e idealizada soledad.

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